23 fevereiro 1999

Ante el rostro de la muerte

Reportaje especial a tres años de la tragedia

Rui Ferreira / El Nuevo Herald

La primera explosión fue apenas un pequeño hilo de humo perdido en el horizonte. Instantes después, la segunda fue más visible, una gran bola de fuego que parecía suspendida en el aire. Y mientras esperaban por la tercera, cuatro cubanos, que ese día sobrevolaban el Estrecho de la Florida en busca de balseros, se pusieron a rezar.

"'Nos van a tirar, señores. Nos van a tirar", dijo José Basulto a sus tres acompañantes, con voz serena y pausada antes de cortar las comunicaciones, envolviendo la pequeña avioneta en un impresionante silencio.

"¿Nos van a tirar?", preguntó incrédula Silvia Iriondo.

Basulto, sin decir nada, cortó las comunicaciones. Ella pensó que iba a morir. "El silencio nos rodeó; no se escuchaba más la estática de los audífonos. Fue el silencio que siempre pensé precede a la muerte".

Abrió su cartera, sacó un rosario, agarró suavemente la mano de su esposo, Andrés, y comenzó a rezar una sucesión infinita de padres nuestros y ave marías.

En ese instante, Basulto dio un golpe de timón, la avioneta inició un giro. Los rayos del sol inundaron la estrecha cabina y la figura de los dos pilotos sentados delante de ella se desvanecieron. Iriondo pensó que ya estaban todos muertos.

"Pensé que probablemente estábamos muertos y no nos habíamos dado cuenta", escribió más tarde en un texto hasta ahora inédito.

Todo esto sucedió en menos de tres minutos, suficientes para cambiar las vidas de los cuatro para siempre.

"Es más que un simple recuerdo; lo que pasó ese 24 de febrero de 1996 es ya parte de mi vida, nadie logrará arrancármelo, jamás", dijo Basulto.

Ese día el mar no podía estar más apacible. Dentro de la estrecha cabina del Cessna 337 Skymaster, matrícula N2506, Basulto y Arnaldo Iglesias, así como Iriondo y su esposo, miraban ansiosamente las aguas en busca de algún balsero perdido. Era una misión más, igual a las 1,798 que Hermanos al Rescate había realizado anteriormente.
Inicialmente, iban a volar a Bahamas con alimentos para los balseros detenidos en el campamento para refugiados. Sin embargo, el plan fue cambiado la noche anterior, cuando las autoridades de ese país prohibieron el aterrizaje de los aviones del grupo, para complacer a una delegación de enviados del gobierno cubano que estaban allí en esos momentos.

Aun así, Basulto decidió proseguir con el vuelo, y planificaron una misión de búsqueda de balseros. Los esposos Iriondo y Armando Alejandre Jr., fueron invitados a unirse a la expedición.

Ese día, tres aviones iban a participar en la misión. En dos de ellos, volarían Carlos Costa, de 29 años; Pablo Morales, de 29; Mario de la Peña, de 24, y Alejandre, de 45. Costa y Peña eran los pilotos, y los demás sus acompañantes. Morales, un ex balsero que había sido salvado del mar por Hermanos al Rescate un año antes, estaba aprendiendo a volar con ellos.

"Todos allí estabamos conscientes del peligro. Sabíamos a lo que íbamos, cuáles eran los riesgos", aseguró Basulto. En meses anteriores, las autoridades castristas habían advertido que no podían entrar en su espacio aéreo, y amenazaron con derribarlos. No obstante, se hicieron al aire. Despegaron entre 1:15 y 1:30 p.m., uno detrás de otro.

El tiempo estaba esplendoroso, recuerda Silvia Iriondo. El cielo azul y calmado. No había una nube en el cielo, y el sol brillaba. Era un ambiente tan inspirador, que a cierta altura la activista de derechos humanos garabateó algo en un papel, un pensamiento que le vino a la mente mirando al horizonte, y se lo extendió a su esposo.

Como éste no tenía los espejuelos puestos, le dijo que lo leería a su regreso al aeropuerto de Opa-locka, y ella lo guardó en su cartera.

A medida que se aproximaban al paralelo 24, a partir del cual empieza el control de la torre habanera, la tensión fue subiendo dentro de las frágiles avionetas. Como de costumbre, los demás pilotos dejaron a Basulto la iniciativa de hablar con La Habana.
Y como siempre, evocando su condición de "hombre libre", el veterano de Bahía de Cochinos comunicó su intención de ir más allá de ese paralelo. Del otro lado, una voz anónima y seca, le contestó: "Están entrando a un área restringida. No están autorizados a entrar en aguas cubanas, ni a su territorio".

Pero siguieron vuelo. Las comunicaciones entre las avionetas eran constantes. Momentos después, al aproximarse al paralelo 23, el que marca la entrada definitiva a territorio cubano, la voz de Costa surge súbita y violentamente en los auriculares de todos.

"¡Tenemos un MiG! ¡Hay un MiG alrededor!".
Casi instantáneamente, De la Peña le grita a Costa: "¡Charlie, es Mike! Charlieeeeeeeeeee...".

Y nada más.

Basulto los llamó varias veces por radio, pero nadie contestó. El silencio era sepulcral. Sólo la estática de la radio se escuchaba en los auriculares. Y por la mente de todos pasó lo mismo: algo había salido increíblemente mal.

Aunque entendió que la situación pudiera ser grave, Basulto seguía llamando a los otros aviones, porque se negaba a creer lo que había visto en los minutos anteriores. Un hilo de humo que se erguía a lo lejos sobre el mar, una bola de fuego que seguía suspendida en el cielo y se extinguía lentamente.

"Me bloqueé; no creía que nos habían tumbado los aviones. Los llamé muchísimo; queríamos escuchar sus voces", enfatizó, con una inflexión especial en la voz.
Aunque su primera reacción fue negarse a sí mismo los hechos, Basulto avisó a sus compañeros que pudiera haber un tercer misil en busca de ellos, y todos tuvieron el presentimiento de que estaban solos entre el mar y cielo. Balseros en alto cielo.

Fue cuando Iriondo sacó el rosario y pensó que iba a morir.

El instinto de supervivencia le indicó a Basulto que debía desconectar todas las comunicaciones, así como el localizador, y emprendió rumbo a Cayo Hueso.

Dio un golpe de timón, y fue cuando Iriondo creyó que todos estaban muertos.

El vuelo de regreso fue rápido. Poco menos de media hora hasta Cayo Hueso y media hora más hasta Opa-locka.

Tras aterrizar, los cuatro aún no creían lo que había pasado. "Sólo sabía que tenía a dos aviones perdidos, pero seguía con la esperanza de que ellos estuvieran vivos", dijo Basulto.

En medio de la consternación, Andrés Iriondo se acordó de lo que su mujer había escrito en el pequeño pedazo de papel. Cuando lo leyó, no pudo evitar un estremecimiento.

Era el inicio de un poema premonitorio:

"El mar que baña mi patria... nos trae mensajes de muerte", escribió Iriondo.

Los MiGs castristas se encargaron de terminarlo a sangre y fuego.